lunes, 24 de mayo de 2010

CAMBIOS Y NOVEDADES

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luis

miércoles, 7 de octubre de 2009

LAS HINOJOSA (cuento)

LAS HINOJOSA

El lunes es un día que debiéramos dedicar al vino torrontés.

Pareciera imprudente iniciar el septenario bebiendo otras cepas luego de los estropicios ocasionados por el fin de semana.

Para empezar, el torrontès no está nada mal. Es blanco, suave, frutado pero no tanto, amable pero tampoco demasiado y encima regala un final semi amargo que hasta sirve de limpiador hepático.

Como observamos, son varias sus bondades.

Dicen que la uva es hija natural de algún alemán que llegó a estas tierras como exiliado económico del siglo diecinueve.

Repasando entonces: origen humilde, sensual y, aún rústico, es básicamente personal, como aquellas fabriqueras de los tangos que cantara Carlitos Gardel.

Así las cosas torrontés.

Que hayas sido inmigrante tampoco es menor.

Como vos, nosotros también venimos de los barcos; compartimos ese secreto código de desamparo, de lejanía.

Mi origen, por ejemplo, se remonta al puerto de Nápoles.

Ahí, mis antepasados paternos eran farsantes, actores del mercado y músicos callejeros. La parte más decente de la familia comía raíces en la campiña que rodeaba al Vesubio y los más inadaptados, vendedores de caballos, estafaban incautos en la costa Amalfitana. Estos caballeros, a su vez, fueron amasados por bisabuelos zíngaro-romanos, palestinos, griegos y sefardíes.

Así las cosas cantautor.

Con esta semilla a cuestas andamos y lo más interesante ha sido la experiencia cultural recogida en siglos. Toda ganancia.

Sobre ella caminó mi aventura trovadoresca que, además de entibiarme el alma, entre tantas buenas, me permitió saborear las mejores y peores vides, como si ambas cuestiones estuvieran vinculadas indisolublemente..

Para continuar el orden y volviendo a su majestad el Torrontés, el primero que conocí fue sanjuanino, estirado y pobre. Aunque, también debiera reconocerle una cualidad que me fascinó desde siempre: la originalidad.

En los años setenta, los muchachos de la llamada juventud maravillosa recorríamos los barrios más humildes a llevar nuestra solidaridad, nuestro mensaje revolucionario, el sueño del hombre nuevo.

Por entonces, además de aquella actividad política, integraba la Comedia Marplatense y cantaba en ciertos cafecitos.

Recostado en algún que otro carisma y básicamente anudado a la canción popular, viví con la música impensadas circunstancias.

Recuerdo un bar de campo, quedaba en los finales del barrio General Belgrano. Ahí se bebían cañas y ginebras y también, con la vista gorda de la policía, se jugaba a la taba por dinero. Era un lugar donde no habían llegado agrupaciones políticas salvo algún militante de la izquierda más obstinada, algún que otro mormón.

El domingo primero de mayo de 1973 se conmemoraba el Día del Trabajo. Aprovechando el riguroso feriado, llegamos a la taberna con un peón del aserradero que era habitué del lugar: Juan Domingo Arrechea, llamado también el flaco Ripo, sobrenombre que le venía por Ripober el vino más económico y conocido de esos años. Arrechea tomaba entre dos y tres litros diarios del famoso genérico.

Ahí, entre parroquianos sobrebebidos, mujeres maltratadas y perros abandonados, cantamos milongas, candombes y huellas hasta el anochecer.

Bendita música, estábamos adentro.

Al tiempo y en los fondos del bar, construimos un dispensario médico que atendía dos veces por semana la salud primaria, también una salita de apoyo escolar. Luego vendrían el ropero y el comedor.

La barriada estaba conmocionada por la capacidad organizativa y el trabajo que desplegábamos. A nosotros, en cambio, nos enternecía las conductas de aquella cultura semirural: la solidaridad incondicional, el compromiso, la dignificación de la puta miseria. Entre tantas cosas, a mí particularmente, me llamaba la atención la diversidad estética; incluso algo extravagantes, como las ropas que usaban algunas chicas.

Eran sorprendentes.

Iban vestidas con prendas donadas por Caritas, modelos antiguos, tal vez recolectados en los finales de los sesenta. Reformadas y hasta descoloridas, me resultaban muy sensuales. Eran, por lo pronto, más interesantes que los diseños que uniformaban a las pibas del centro de la ciudad.

A propósito de ello, conocí entonces, una familia del barrio.

La formaban el papá y siete hermanas mujeres, bellísimas todas: las Hinojosa.

La mamá había fallecido en el último parto.

Dorita, Memé y Natalia, las hermanas mayores, trabajaban en el puerto y además cuidaban a sus hermanitas menores.

Armando, el papá, era changarín en el mercado central. Estibaba, limpiaba la fruta y la verdura, en jornadas que siempre pasaban las doce horas. Tenía una sonrisa abierta que parecía volar con los cajones, litoraleño de nacimiento, silbaba como un pájaro.

Las Hinojosa, como se las conocía, vivían en una casilla de dos ambientes, letrina al fondo y piso de tierra apisonado, siempre impecable.

Además del trabajo diario, infinito, se las ingeniaban para reciclar aquellas prendas, habilidad heredada de esa mamá entrerriana que parecía estar en todos los rincones del rancho.

Las chicas brillaban en el barrio a cara lavada y originales atuendos.

Un día Armando cayó afiebrado.

Tal vez una infección no resuelta a tiempo, no atendida, lo mató durante el fin de semana largo de Octubre.

Las Hinojosa prepararon al papá con una camisa blanca de cuello almidonado y dado vuelta por uso. Lo afeitaron con una navaja de Albacete – único recuerdo de familia- y engominaron su pelo como él hacía cada mañana.

Relajado y vestido de domingo, con su traje de casamiento, así lo vi a Armando por última vez.

El bar, dispensario médico, salita de apoyo escolar y de fiestas, biblioteca y todo, absolutamente todo, sirvió también de sala mortuoria: ahí lo velamos la noche entera.

A la mañana siguiente cargamos a Armando y lo llevamos a pie unos tres kilómetros hasta la ruta provincial que daba entrada al barrio. Ahí, donde un compañero pasaría a las nueve de la mañana con una camioneta prestada para llevarlo al cementerio.

Nunca llegó.

Extenuados, apoyamos el cajón en la tierra, a la sombra de los pinos y bajo el cielo limpio de aquella mañana.

Después de esperar un tiempo, infinito, decidimos contratar un camioncito ladrillero que había terminado el reparto diario.

Mientras esperábamos, Dorita me pidió que cantara la canción que a su papá más le gustaba. Las coplas que un abuelo andaluz recitaba en medio de la batalla de la guerra civil española.

La hierba de los caminos

la pisan los caminantes

y a la mujer del obrero

la pisan cuatro tunantes

de esos que tienen dinero.

Envueltos por el aroma de los eucaliptus y las flores silvestres, al terminar la canción nos abrazamos largamente. Ahí mismo, donde escuché, para no olvidar nunca, el silencio absurdo de la muerte.